Revisando la propuesta que una persona que trabaja conmigo en la Universidad hacía para entregar a los estudiantes, reparé en la palabra que usó para describir una actividad. Se les ofrecería a los estudiantes la oportunidad de realizar entre ellos una actividad práctica, después de la cual se les pediría que sostuvieran una discusión.
¿Discusión? ¿Por qué una discusión? ¿Por qué precisamente esa palabra: discusión?
Pregunté si habría otro modo de referirse a lo que se les pedía, que fuera menos belicoso. Cuando la misma propuesta volvió a mis manos para una segunda revisión, en el mismo punto me encontré aún con la palabra discusión, pero esta vez entre comillas. Dulce modo de cuestionar, al menos, pensé, el sentido confrontacional que evoca el término. Yo deseaba un cambio de palabra. Pero no ocurrió. Entonces me puse manos a la obra y busqué rápidamente uno para reemplazarlo. No lo conseguí con la premura que hubiese querido para continuar con mi agenda. Entonces, me detuve -bendita pausa- a notar que algo estaba pasando y atender a eso. Busqué sinónimos apropiados al sentido formativo de la actividad que estábamos planificando. Llegué así a diálogo; no sin antes agradecerle a esa persona la delicadeza de esas comillas que contienen todo el sentido de lo que deseamos cultivar: una actitud crítica frente a la realidad que nos rodea y nos habita.
¡Qué fácil nos resulta el lenguaje violento! ¡Qué a mano que lo tenemos! ¡Qué distinto sería si fueran flores las que tuviésemos a mano al conectarnos con otros! En una Escuela de Psicología, cuyo sello ha sido el desarrollo del pensamiento crítico, qué necesidad de autocrítica reconocemos para trabajar desde un lenguaje intencionalmente amable y constructivo, que promueva la colaboración y no el enfrentamiento entre los estudiantes. Por lo demás, la persona a la que me refiero, deseaba voluntariamente dejar atrás las invitaciones a debatir, justamente por experiencias previas francamente desalentadoras en las que las descalificaciones y faltas de respeto entre estudiantes (¡tan poco compatibles con la formación profesional de psicólogos, personas que trabajan frente a vulnerabilidad humanas!) desplegaban impunes toda su insolencia en el aula universitaria.
No es este el lugar para referirme a las también profundamente desalentadoras experiencias de los docentes y administrativos que, sin duda, también reconocemos en toda institución educativa que aún aprende a cómo tratarnos mejor.
Algunos no queremos que los estudiantes discutan. No esta vez. No este semestre. No estos estudiantes. No estos psicólogos. Queremos que dialoguen, que aprendan a escuchar activamente al otro para compartir puntos de vistas, impresiones y diferencias, de un modo riguroso y éticamente responsable.
Bello me parece que en unas sutiles comillas hayamos encontrado el valor de cuestionar críticamente el modo en que nos conducimos cuando estamos juntos. Bellas comillas. Podrá a usted, tal vez, parecerle insignificante la diferencia entre invitar a discutir o a dialogar. A mí me parece cada vez más grande el abismo que -afortunadamente- separa a la una de la otra. Y cada vez más grande también, el compromiso de decidirme a transitar por las aguas del buen trato. Lo recuerdo todos los días, todo el día. A algunos nos parece que esos sutiles detalles construyen formas que nos cuidan.
Por mi parte, en cada parcela de mi vida, intento aprender y transmitir que ahora y siempre es posible tratarnos mejor. Y que para eso es indispensable tomar conciencia de lo que decimos cuando decimos lo que decimos….Bueno, y empezar a decirnos otras cosas.
Seguiremos deteniéndonos en intencionar esta causa. Lo demás, para los demás.