Reflexionar es darse un tiempo tranquilos para “flexionarse sobre sí” para retraer la conciencia hacia uno mismo y ver con claridad la propia vida, los sentimientos y emociones, su coherencia, su dirección, su sentido.
Los tiempos de reflexión personal deberían custodiarse como algo sagrado, guardado en la agenda de múltiples deberes como un encuentro irrenunciable con nosotros mismos. La reflexión puebla nuestra mente de ideas más conscientes y refinadas que lo habitual, lo que nos permite profundizar y entrar en dominios más hondos de nosotros, como si nos internáramos en un paisaje del cual sólo conocemos los bordes.
El ser humano contemporáneo sólo conoce los “bordes de sí mismo”, aquellos en los que puede funcionar hábil y productivamente. La mente funciona atenta a los bits de los whatsup y los twitter, resuelve rápido y sigue adelante sin mirarse ni detenerse, dejándose llevar por los impulsos emocionales o las corrientes colectivas, por el productivismo y el desecho, por la irritabilidad del momento.
La falta de reflexión trae falta de conciencia en el actuar, en el decir, y transforma a las personas en autómatas movidas por corrientes exteriores, dogmatismos o fanatismos para ser usadas para todo tipo de fines.
Un ser humano que no se mira y piensa a sí mismo y a su vida, no es una persona (no es per-se); y es justamente esto lo que ha llevado al ser humano a las peores atrocidades, al no cuestionarse sus acciones, al no detenerse, al no tomar conciencia… a destruir estadios, a maltratarse a sí mismos o a los demás, a pagar sueldos bajos, a abusar, a hacer y hacer sin sentido, a poner la propia seguridad en el status o el dinero, a vivir como en guerra.
El simple acto de darse un tiempo quieto y sin interrupciones para mirar y reflexionar apacigua la vida, la baña de sentido, despeja la confusión y atrae ese pensar natural de ética y bondad hacia la propia acción. Que no nos ocurra que todo cabe en la agenda, menos nuestro Ser.